LECTURAS | “Lo que soñé mientras dormías”, de Ana Francis Mor

01/07/2017 - 12:04 am

Porque el mundo es más fácil de enfrentar acompañado, la actriz y ahora escritora conmueve con esta historia de dos mujeres que apuestan por una segunda vuelta.

Ciudad de México, 1 de julio (SinEmbargo).- María es una mujer como ninguna, volátil y amante de los lugares cercanos al fin del mundo. Antonia es una mujer enamorada del amor, coleccionista de orgasmos, hija del calentamiento global. Una es la mitad de la otra, los dos lados de una misma moneda.

La vida es eso que ninguna de las dos se ha explicado jamás, siempre les ha dejado heridas que ha sido más fácil curar juntas. Ahora el destino las vuelve a sorprender: Antonia ha sufrido un accidente que la ha dejado en coma y María deberá hacer lo imposible con tal de despertar a su mejor amiga de ese sueño inclemente.

Descifrará el mapa de sus amores, intentará devolverle a su chamán y cantará sus canciones favoritas. Todo eso con tal de continuar la historia que decidieron escribir juntas, porque el mundo es más fácil de enfrentar a su lado.

Una novela editada por Planeta. Foto: Especial

Fragmento del libro Lo que soñé mientras dormías (Planeta), © 2017, Ana Francis Mor. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

1

Nada es cierto

(primera parte)

Querida María:

Nada es cierto.

Dolor. Mucho. Oscuro. Mucho. Peso. Mucho. Falta el aire.

Nada es cierto.

2

Tomando vuelo

La calle de mi infancia.

Una rampa con una tabla de madera sobre unas cajas de plástico, puesta un poco de lado porque los coches pasaban. Teníamos instrumentado un sistema de aviso en cada extremo de nuestra pista cross de ciclismo improvisada. Siempre había alguien gritando “¡Coche!” cuando venía un coche. Y entonces era cosa de dejarlo pasar, como se dejan pasar las olas malas al surfear. Tendría unos diez años, y ya era jefa de una banda de infantes ciclistas del sur de la ciudad. Lo era porque saltaba obstáculos, subía banquetas, bajaba escaleras, es decir, volaba. Lo mío en la bicicleta era volar. Mucho antes que Henry Thomas, el niño de ET.

—María no anda como niña, por eso es chida —escuché decir a Jorge, un niño que me gustaba y me admiraba por mi habilidad con la bicicleta. Yo no andaba como niña y ese era el éxito de mi liderazgo entre aquel puñado de niños.

—Ese es el truco. No sé qué significa, pero ese es el truco —pensaba yo mientras tomaba vuelo en aquella rampa de madera, la más alta que habíamos puesto porque tenía doble caja de plástico. Y para aumentar el grado de dificultad, la colocamos justo a un par de metros del Valiant gris tiburón de Mi Abuelo.

—Papá, ese color está muy feo, es como de rata —le dijo Mi Madre a Mi Abuelo cuando llegó con su reciente adquisición, el Valiant, contento y orgulloso.

—No es gris rata, es gris tiburón —le contestó Mi Abuelo y volteó a verme con la sonrisa juguetona con la que siempre me miraba. Me levantó hasta sus ojos y me dijo—: Eres la niña más linda de la colonia y por eso te voy a llevar a pasear a ti primero en este carrazo.

“Está bien, abuelo. Si quieres seré la niña más linda de la colonia cuando me suba a tu Valiant gris tiburón —pensé—, pero ahorita necesito no ser niña o me voy a romper la cara. Tengo que acelerar lo suficiente como para saltar y amortiguar, pero no tan rápido como para no poder virar a tiempo y volver al asfalto esquivando tu auto. Y todo eso no puedo hacerlo si soy la niña más linda de la colonia”. Pero Mi Abuelo no me estaba escuchando aunque yo hablara con él, porque la gente que se muere ya no habla con sus nietas ni las lleva a pasear. Y desde entonces el Valiant gris tiburón estaba abandonado en la calle porque a Mi Madre le daba demasiada tristeza manejarlo y para mi padre, el Dictador, era un auto demasiado low class. Por eso necesitaba seguir siendo la niña más linda de la colonia: para tener a Mi Abuelo ahí conmigo, en mi recuerdo. Alto como árbol y con sus zapatos tamaño canoa. Rubio y sonriente y cruzando miles de caminos con su automóvil gris tiburón. Porque si yo seguía siendo esa niña, entonces no lo olvidaba y él estaba ahí conmigo. Pero en ese momento no, porque si no, no saltaba.

Tomé vuelo.

Y tomar vuelo es una frase que se usa muy a la ligera, pero es realmente cuando las personas estamos más cerca de volar. En esos momentos y cuando se hace el amor desaforadamente. La cuestión es que hacer el amor desaforadamente es una cosa que requiere la intervención de otra persona. En cambio, se puede tomar vuelo sola. Decidiendo que vas a volar. Por eso lo haces con cuidado, después de la quietud.

Para tomar vuelo primero tienes que estar quieta y luego rompes la inercia mediante un impulso medido que te hará cruzar el horizonte hasta ese lugar del paisaje al que quieres llegar. Tomar vuelo no es sólo una frase popular de mi país. Es toda una filosofía de vida que aprendí con las bicicletas.

Tomé vuelo.

Y mientras volaba mirando de frente el Valiant gris tiburón de Mi Abuelo, comencé a llorar, no sé si por el susto de caer mal y estamparme de frente con él o por el susto de vivir sin Mi Abuelo y sus corbatas de colores. Lloré como Magdalena mientras volaba.

—Mamá, ¿por qué se dice “llorar como Magdalena”? —le pregunté a Mi Madre, que lloraba como Magdalena.

Esa frase la había dicho mi hermana La Mayor en el comedor mientras confabulaba con el resto de mis hermanas en secreto.

Cuando eres niña pequeña te puedes esconder fácilmente para enterarte de muchos secretos; pasas de largo o te ocultas en un lugarcito escondido y listo.

—Está ahí arriba, llorando como Magdalena desde hace una semana —le reportó mi hermana La Tercera a mi hermana La Mayor, que venía de visita. Y yo no entendía cómo era eso. Porque sí, en efecto, Mi Madre había estado una semana llorando encerrada en su recámara, pero ¿de qué Magdalena estaban hablando? No era ninguna de mis tías, ni la trabajadora del hogar, ni las de la cocina de Mi Madre. No. No había ninguna Magdalena cerca. Así que salí de mi escondite y pregunté primero a mi hermana La Mayor:

—¿Quién es Magdalena?

—¿Cómo? —repuso ella. —Sí, ¿quién es Magdalena, la llorona?

—Nena, déjanos solas, ¿quieres? Estamos hablando cosas de adultos.

“Está bien —pensé—, pero nada más quiero saber quién es la señora Magdalena, porque si mi mamá está llorando como ella, a lo mejor le podemos preguntar cómo le hace para dejar de llorar y entonces venir a decirle a mi mamá para que le haga igual”. Como cuando Jorge decía que yo andaba en bicicleta como niño y entonces yo les decía a las otras niñas que querían saltar obstáculos en la bici y les daba miedo: “Tú hazle como niño y ya, para que no te dé miedo”. Ellas entendían perfectamente de qué les estaba hablando y saltaban y no les daba miedo. Yo no; yo no entendía qué significaba eso, porque sí me daba miedo, nomás que me lo aguantaba y seguía saltando. “Sí, eso es —pensé—, ser niño significa que te aguantes el miedo y ser niña significa que no”. Por lo pronto, yo andaba en bici como niño y mi mamá lloraba como Magdalena. Simple. Pero para eso hay que saber quién es Magdalena y verla llorar.

—Es una manera de hablar, Chiquita —me dijo mi hermana La Mayor para que me fuera y las dejara solas—. Así se dice. Cuando alguien llora mucho, se dice: “llora como Magdalena”.

—Se dice así —respondió Mi Madre cuando fui a preguntarle a ella—, por María Magdalena, que lloraba mucho a los pies de la cruz donde Jesús, Nuestro Señor Jesucristo, fue crucificado.

—¿Era su mamá? —pregunté yo.

—No —respondió mi mamá.

—¿Su hija?

—No, mi amor. Jesús no tiene hijos.

—¿Su novia?

—Pero ¡¿qué no estás yendo al catecismo?! —preguntó mi mamá.

Asentí. En efecto, estaba tomando catecismo para mi primera comunión y las clases me las daba Mayté, una amiga de mi hermana La Cuarta. Pero mi hermana La Cuarta le había dicho a Mayté que yo era una niña muy inteligente y que memorizaba las cosas sin ninguna dificultad, así que Mayté solamente llegaba, me abría la página que tenía que memorizar y una hora después revisaba que me la supiera como tarabilla. Mientras tanto, ella llenaba su álbum de recortes de Chayanne, el cantante puertorriqueño del que estaba profundamente enamorada.

—¿Por qué te gusta tanto Chayanne? —le pregunté un día—. A mí no me gusta porque tiene pelos, pero a ti ¿por qué te gusta?

—Pues… porque me gusta su forma de ser —me dijo mientras pegaba diamantina en la portada de su álbum para rellenar unas grandes letras gordas que decían “Chayanne”.

—¿Cómo es su forma de ser? —seguí preguntando.

—Pues… así, no sé bien cómo, pero bonita. Míralo. Y me enseñó sus fotos. Ciento sesenta y cinco fotos de revistas distintas perfectamente bien pegadas y enmarcadas con diversos colores. Algunas tenían mensajes de amor, otras sólo datos: “Chayanne en la firma de autógrafos de…”. Y después de ver todas las fotos y suspirar me dijo:

—¿Ves? ¿A poco no se le ve que es bien buena persona?

—Pues ¿qué te están enseñando en el catecismo? —dijo mi mamá abriendo sus ojotes, esos que ponía en las ocasiones en las que no importaba lo que yo respondiera, porque de igual modo iba a estar mal.

—Sobre Chayanne —respondí—. Es que es bien buena persona, ma’…

Mi mamá agachó la cabeza, se puso la mano en la frente, levantó la mirada a los cielos —era el techo oscuro de una habitación oscura, y ella, una mujer en una soledad oscura, pero su mirada, lo juro, atravesaba todo y llegaba a los cielos—. Me miró de nuevo y, sin decir nada, respiró profundo como para tomar vuelo y se levantó de la cama buscando a mi hermana La Cuarta. Por primera vez en una semana se levantó de la cama y no estaba llorando. Enojada sí, pero no llorando. Y entonces dio órdenes muy enérgicas sobre cómo había que decirle a esa muchachita, Mayté, que se fuera mucho al carajo y cómo ahora mi hermana La Segunda se haría cargo de mi educación religiosa, que para eso tocaba la guitarra en el coro de la iglesia. Claro que nadie sabía que mi hermana La Segunda en realidad estaba en el coro de la iglesia por su novio, el Director Greñudo, porque en mi casa no se podía tener novio hasta que no tuvieras dieciocho años y no se podía tener novio greñudo aunque tuvieras treinta y cinco, pero no importaba. Mi hermana La Segunda, feliz de ver a mi mamá en pie, le dijo sonriente que ella me iba a preparar muy bien para mi primera comunión, que no se preocupara. Mi hermana La Cuarta corrió a llamar a Mayté para insultarla y mi hermana La Mayor y mi hermana La Tercera se quedaron ahí, discutiendo con mi mamá sobre la importancia de transmitir con cuidado la doctrina de la fe y de cómo en estos tiempos ya no se puede confiar en nadie.

Ahora, cuando mi hermana La Segunda cuenta la historia de cómo mi mamá logró salir del abismo de la depresión, dice siempre: “Fue su fe la que la levantó”. Yo sé que no, que en realidad fue Chayanne, pero no he tenido corazón para desengañar a mi hermana.

Por eso, cada que lloro como Magdalena por algo, trato de pensar inmediatamente en Chayanne y la sonrisa me llega de forma instantánea. Mi amiga Antonia dice que es genial, que de alguna manera rupestre y pedestre yo logré diferenciarme de las mujeres de mi casa encontrando una vía de salida para la imposición de género con una vacuna hecha de la misma frivolidad del pop clasista y patriarcal de la sociedad que la creó. Yo no sé qué carajos significa eso, pero cada vez que tengo que volar en bicicleta tengo los mismos sentimientos: 1, me muero del miedo; 2, lloro como Magdalena; entonces río pensando en Chayanne y puedo caer con firmeza y seguir bajando la montaña sin peligro.

Volando cada que quiero.

Pero la primera vez no tuve el elemento Chayanne. Por eso acabé estampada, llorando en el cofre del Valiant gris tiburón de Mi Abuelo. Después del vuelo caí con firmeza, pero el baboso de Rubén olvidó gritar “¡Coche!” y a duras penas logré esquivar una Brasilia 76 que casi me atropella. No me quedó de otra más que aterrizar en el cofre enorme y pesado del automóvil de Mi Abuelo. Cerca del parabrisas, llorando, sólo veía la pantuflita azul que colgaba del espejo retrovisor.

—Es la de la suerte, colochita —me dijo Mi Abuelo mientras la colgaba. Colochita, me decía. Un modismo que se le quedó de sus años en Nicaragua. Parte del pasado oscuro de Mi Abuelo del que no se hablaba en casa. Nunca supe por qué. Por eso sólo me decía colochita cuando nadie lo veía.

—¿Por qué “colochita”? Me llamo María —le pregunté la primera vez que me dijo: “¿Quién es la colochita más linda de la colonia?”.

—Porque así se les dice a las que tienen el cabello chino en Nicaragua —me respondió.

—¿Qué es Nicaragua?

—Un país donde trabajó tu abuelito hace muchos años.

—¿Y de qué trabajaste?

—De superagente secreto, pero no le digas a tu mamá porque no sabe. “Wow! Mi Abuelo es un superagente secreto”. Nunca se lo dije a mi mamá, pero sí se lo conté a Jorge. Sí. Yo era la colochita más bonita de la colonia, que volaba las bicicletas como niño y tenía un abuelo superagente secreto. Esa era yo y él me miraba impresionado.

Pero en ese momento, estampada en el parabrisas del Valiant gris tiburón de Mi Abuelo, no era más que un montón de raspones, mocos y polvo, mirando una pantuflita azul que se movía como un péndulo. Esa fue en realidad mi primera gran caída, fundamental para perderle el miedo a todas las siguientes. Fundamental para decidir que a eso quería dedicarme en la vida, a volar en las bicicletas.

3

Antonia

—Las bicicletas no vuelan —me dijo Antonia, con sus lentes gordos, cuadrados, ridículos, mientras miraba cómo me sobaba los raspones. Antonia era una niña regordeta con moños muy pequeños que vivía en la calle de atrás. No íbamos en la misma escuela, pero ya nos habíamos visto algunas veces en el parque, sólo que ella siempre estaba con un cómic pegado en las manos.

—Se llaman novelas gráficas, no cómics —me dijo muy ofendida.

—¿Y vienes al parque a leer cómics? —le pregunté una vez para ver si no prefería jugar conmigo en los animales de cemento.

—No son cómics, son novelas gráficas y vengo al parque a traer al cromañón de mi hermano Sebastián y que me deje en paz.

A Sebastián ya lo conocíamos en la cuadra, porque siempre estaba mordiendo a alguien. Antonia no jugaba mucho. Salía de pronto a vigilar que Sebastián no mordiera demasiado a las niñas, siempre a regañadientes, enviada a la fuerza por la tía Laura. Antonia había llegado mucho antes que yo a la colonia, la cual había sido fundada por maestros sindicalistas de cuando la alfabetización de los treinta.

—En esos tiempos estábamos construyendo el país —le decía Don Luis a Antonia. Don Luis, el abuelo de Antonia, había sido maestro militar, de los que iban a alfabetizar a los lugares más recónditos del país. Una vez nos contó que hasta le había tocado huir de los cristeros y esconderse dos semanas, haciéndose pasar por jardinero, en un convento en Guanajuato. Don Luis era muy divertido para contar historias sobre su juventud y lo importante que había sido que tanta gente aprendiera a leer y escribir de una sentada—. Es como quitarle la venda de los ojos a miles de personas al mismo tiempo, mijita; es cambiarle la cara a un país —le decía. Por eso siempre le compraba todo lo que quería para leer. Pero las favoritas de Antonia eran las novelas gráficas. —¡Qué novelas gráficas, ni qué novelas gráficas! Esos son libros con monitos y son muy caros, nena. Sí te compro los libros que quieras, pero de los que tienen puras letras; lo demás son vaciladas. —Eso era lo que le decía Don Luis cada que Antonia quería un cómic. Invariablemente lo convencía y Antonia no tenía libros con puras letras, sólo novelas gráficas.

Vivía en la casa justo detrás de la mía. Antonia era una de las miles de personas que vivían en esa casa. En realidad nunca supe cuántas eran, pero parecían miles. Y tenían pericos y perros y gatos y seguramente hasta elefantes, porque se oía mucho ruido. Yo también vivía con miles de personas, pero con los años nuestras casas se fueron vaciando, y Antonia y yo nos fuimos quedando para crecer juntas, cada quien en su casa, pero juntas.

—Es imposible que las bicicletas vuelen —repitió—. Para eso están los aviones.

—Las bicicletas van a volar algún día —le dije—. De grande voy a ser inventora y voy a hacer que las bicicletas vuelen.

—Bueno, ven, te lavo para que no se te infecte. Mira, yo de grande voy a ser enfermera y ya sé que hay que lavarse los raspones para que los bichitos no te coman las rodillas. Ven.

Una de las fundadoras de las Reinas Chulas. Foto: YouTube

¿Quién es Ana Francis Mor? Es actriz, cabaretera, escritora, directora teatral y activista mexicana. Es una de las fundadoras del colectivo Las Reinas Chulas que promueve el cabaret en México. Se ha especializado en derechos sexuales y estudios de género y en 2011 fue galardonada con la medalla Omecíhuatl por su labor a la construcción de la ciudadanía de las mujeres, otorgada por el Gobierno de la Ciudad de México.

Desde 2007 escribe en Emeequis la columna El manual de la buena lesbiana, la cual más adelante se recopiló en dos libros (2009, 2013). Publicó Para soñar que no estamos huyendo (2013), una adaptación de Ricardo III, la obra de Shakespeare. Lo que soñé mientras dormías es su primera novela.

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